Imaginemos un día en la expedición

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José Manuel Marchena Giménez, doctor en historia

Profesor Universidad Complutense de Madrid

Los barcos seguían navegando rumbo a poniente tras varios meses viendo únicamente mar y tormentas. La antorcha de popa de la Capitana alumbraba una larga noche en la que muchos hombres tuvieron que hacer dos turnos seguidos de guardia por la enfermedad de algunos compañeros, acumulando cansancio y tensión. Por fin llegó la mañana, esta vez soleada, comenzando la compleja y frenética vida en el interior de la embarcación. Mientras el maestre organizaba las distintas labores de la tripulación, el capitán le encomendó la tarea de redistribuir, junto con el despensero, las pocas vituallas que quedaban, pues las raciones apenas alcanzarían unos pocos días más. El agua estaba viciada, y el vino, que suponía un aporte nutricional relevante, se había agotado –excepto el que guardaba el paje en el camarote del capitán–. La dieta del día, para la mayor parte de la tripulación, se compondría únicamente de un poco de bizcocho mugriento, algo de arroz –sobre todo para los enfermos–, algunas pasas, vinagre, aceite y un poco de agua. Para mandos y oficiales, poco más había. Lejos quedaban los manjares hallados en las tierras del sur, recordados por algunos hombres esa mañana.

Durante las primeras horas de la mañana, el cirujano, el barbero y el capellán se ocuparon de tratar a base de sangrados, ungüentos y oraciones a varios de los enfermos, sin que pudieran evitar que uno de los hombres más queridos por la tripulación –calafate de oficio y gran lector en el tiempo nocturno de ocio– muriera por la enfermedad de las encías, tal y como le había pasado al cautivo de Verzin la semana anterior. Algunos compañeros lloraban su pérdida al tiempo que temían por su propia muerte y rezaban fervorosamente al cielo para hallar tierra pronto.

A mediodía el cocinero encendió el fogón en la zona de proa para cocinar el arroz, un pequeño escualo que se había pescado al amanecer, un trozo de cuero del palo que protegía las jarcias y un pedazo de carne sin clasificar. Un inaudito silencio acompañó a cada exiguo rancho durante la escasa comida, pues la situación era angustiosa y cada vez la enfermedad se propagaba con mayor virulencia. Tan solo el sonido de las olas y de las ratas acompañaba al hedor profundo de una cubierta manchada de vómitos y orín, lo que provocaba que la sensación de mareo fuera en ocasiones insoportable.

Llegada la tarde, gracias a la destreza y experiencia del piloto, la embarcación logró tocar tierra en una pequeña isla de difícil acceso. La alegría de los marineros se acompasaba con el estruendo de las bombardas y el alivio del capitán, quien temía un motín en breve. Algunos hombres ataviados con ballestas, escopetas y rodelas llegaron a una playa con los esquifes para asegurar el área. Tras la misa en tierra del capellán, la tripulación se abasteció por fin de leña, carne fresca, cocos, gallinas, mejillones, agua y otras vituallas y bastimentos que intercambiaron con la población autóctona, casi siempre a cambio de vidrio o metal. El capitán mandó al maestre tomar cuenta de todo lo embarcado aquella tarde. También ordenó al carpintero, al calafate que quedaba y a dos toneleros el arreglo de una parte del casco maltrecha.

Por la noche, los hombres hablaban de la rareza de aquellas gentes, de sus ropas y modos de vida, así como de las mujeres con las que habían estado a lo largo de la travesía. Comparaban los blusones anchos con capucha, los bonetes y los calzones anchos de los marineros con la desnudez casi completa de los indios. También se preguntaban si habría oro o algún botín inesperado que les permitiera escapar de la miseria de sus vidas en tierra. Incluso algunos de ellos jugaron animosamente a juegos de naipes y a dados, algo que no gustaba demasiado al capitán por las disputas que acarreaba, el lenguaje que se utilizaba y las apuestas que se hacían –a veces se jugaban no sólo las raciones, sino la vestimenta, las guardias o cualquier cosa que se pudiera cambiar o vender–. Todos recordaban las heridas de arma blanca que dos hombres se causaron hacía unas semanas por una carta marcada, que llevó a uno de ellos –conocido por su terrible pestilencia– a la muerte, algo muy común por la falta de higiene y material para cauterizar.

Los cánticos, bromas, juegos y pláticas continuaron en tierra durante gran parte de la noche. También se recordó a los caídos dentro de improvisadas construcciones realizadas con la madera isleña. La isla había salvado a la expedición, al menos por el momento. En ella permanecerían varias semanas, evangelizando a las poblaciones que en ella residían y acumulando provisiones suficientes, hasta que de nuevo se hicieran a la mar.